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sábado, 29 de octubre de 2016

El desasimiento y el Día de Difuntos



Terminé de leer "La sombra del ciprés es alargada" de Miguel Delibes, y dadas las fechas tan próximas a El Día de Difuntos en que nos encontramos me ha dado por hacer mi propia reflexión sobre el último significado que he extraido de la lectura de esta novela.

En estas fechas los españoles, en general, se afanan por ir a visitar las tumbas de sus seres queridos. Supongo que para ellos es una forma de recordarlos y de rendirles un homenaje. Limpian las tumbas o los nichos y las llenan de flores, que, si no son artificales, se marchitarán a los pocos días. Pero el Día de Difuntos el cementerio se vuelve colorido y lleno de una especie de vida artificial, que por mucho que se esmere el adornador, no deja de ser efímera.

Yo no lo hago. Casi nunca lo he hecho. Y a medida que han pasado los años, me he propuesto no hacerlo. A veces me he preguntado por qué yo, al contrario de casi todos, me he negado a hacerlo. Ayer mientras arrancaba algunas malas yerbas de mi jardín, me vino esta pregunta  la mente, y comencé a atar cabos entre las ideas que desgrana y siembra Delibes a lo largo de esta novela.

Pedro, el protagonista, cuenta su niñez y posteriormente, debido a las experiencias de su infancia, cómo decide intencionadamente, retrotraerse dentro de un caparazón que le hace sentir seguro de que la muerte de un ser querido no le vuelva a hacer daño nunca más. Cuando supone que ha conseguido su objetivo, se enamora sin quererlo, y a pesar de que trata de huir de ese amor, y mantenerse en sus trece de aislamiento, no lo consigue, porque una sabia anciana le convence de que debemos dejarnos llevar por la corriente de la vida, sin oponernos a ella. Entonces Pedro, da rienda suelta a las pasiones de su corazón y lo abre de par en par a su amada. Con ella imagina la vida que tendrán en su futuro hogar juntos con el bebé que va a nacer de ambos.

No me gusta contar los finales de ninguna historia, ni de  ninguna película...

Solo voy a centrame en la postura que Pedro había adoptado a lo largo de la mayor parte de su infancia y juventud. Después de perder a su único y buen amigo Alfredo, pasó mucho tiempo de profundo pesar y sufrimiento, por su pérdida. Solo encontraba consuelo regresando a estar junto a su lado sentado cerca de su tumba. Fue tan terrible su duelo que decidió no volver a querer a nadie, para no tener que desprenderse de él o ella. Así, trató de seguir las enseñanzas de su maestro Don Lemes que, era seguidor de la teoría del "desasimiento", por la que era mejor no asir nada para así no tener que desprendernos tampoco de nada. También rememoraba, con frecuencia, una frase que le oyó decir al contemplar el entierro de una joven esposa seguida de un joven viudo dolorido: "Siendo dos, uno siempre acabará por enterrar al otro".

Esta semana, comparando la celebración que hacen lo mexicanos del Día de Muertos y la española de El Día de Difuntos, decía una de mis alumnas de Español que el sentimiento de los norteamericanos estaba más cerca del de los españoles, porque en los EEUU tampoco aceptan la muerte como algo inevitable, mientras que en México la celebran con una gran juerga, como si los muertos no fueran más que una extensión de los vivos.

Yo he llegado a la conclusión de que, poco a poco, con el paso de los años y pérdida tras pérdida de seres muy queridos, que se ha ido sucediendo desde mi temprana infancia, yo me he ido, como Pedro, retrotrayendo. Así trato de alejarme de la gente, de mis familiares y seres queridos. Intento tener poco trato y con pocas personas, porque esa es la forma de seguir la teoría del maestro Lesmes: si no ases no sentirás dolor de desprenderte de nadie o de nada. Tal vez por eso, me siento tan bien sola, conmigo misma y mis propios pensamientos.

Antes sentía la necesidad de estar con gente, de sentirme acompañada. Ahora esa necesidad ha desaparecido. Hace años solía ir un día o dos al año a comprarme ropa a la moda. Me gustaba estrenar algo. Era como una necesidad, pero esa etapa también se me ha pasado. A veces tenía que salir a caminar, aunque fuera sin rumbo, metida entre una multitud, para que se me pasara la angustia o la sensación de soledad. Ahora estando en soledad es como mejor me siento, aunque no me molesta la gente tampoco, pero puedo prescindir de ella. Antes quería volver a encontrar el amor. Un amor verdadero, que me durara para siempre, hasta que me hiciera viejecita. Ahora, ese tipo de amor ha dejado de ser importante para mí, porque me he dado cuenta de que nadie puede hacerme feliz, si no que soy yo la debe sentirse feliz conmigo misma. Ese no es sentimiento que me haga pensar en que me basto a mí sola, sino que he llegado a una postura en la vida muy semejante a la de la teoría del "desasimiento".

El camino para llegar a esta punto de mi vida no ha sido fácil. Ha estado lleno de baches tortuosos, grandes piedras en las que he tropezado varias veces, y curvas cerradas que parecían no tener fin. Yo me he aferrado a mis muertos con ahinco, rayando la locura, y durante demasiado tiempo. Me ha costado desprenderme de sus imposiciones, enseñanzas, lastres, afectos, recuerdos , así como de sus objetos personales. Mis muertos han producido una sombra tan alargada como la de un ciprés, sobre mi vida. Recuerdo una frase que resonó en mi memoria mucho tiempo. Me la dijo una buena amiga a quién yo no dejaba de hablar de mi esposo en presente, después que ya hubiera fallecido hacía más de un año. No podía entender, en aquel momento lo que quería decirme: "¡Déjalo ir! ¿No te das cuenta de que él ya no te pertenece? Ya no forma parte de tu vida ¿no lo entiendes?" No. Yo entonces eso no lo entendía. Esto de llegar a desasirme de mis muertos me ha costado sudor y lágrimas, pero parece que lo voy consiguiendo.